19.5.09

Punto A. El nuevo amanecer en Charlestone

Todavía recuerdo mi decimoquinto cumpleaños. Mamá estaba preciosa con su vestido amarillo nuevo. Me encantaba verla así, tan feliz: desde que falleció el señor James, su amante, unicamente se sentía con fuerzas para sonreir en días como éstos. Papá estaba horriblemente preocupado, pero era un pobre idiota que no conocía -ni conocería nunca- las razones que hacían pesar el corazón de su mujer. Y hoy estaba radiante con ese vestido. El mismo del que me había enamorado con sólo verlo.
Louise, una de nuestras criadas, me despertó aquella mañana como lo hacía siempre: con todo el amor que albergaba en su alma -que, desde luego, no era poco-. Traía consigo, en una bandeja cubierta, mi desayuno. Yo ya sabía que se trataba de aquello que más me gustaba en este mundo y, sin embargo, no pude evitar el brillo de ilusión de mis ojos ni la sonrisa infantil que se dibujó en mi rostro. Tortitas con plátano y chocolate, como las hacía su abuela en Cuba. Tras abrazarla hasta quedarme sin fuerzas, las devoré y me vestí.
Por fin, estrené el vestido que mis encantadoras tías habían arreglado semanas antes. Lo adoraba. Tía Mary y Tía Rose habían conseguido que quedara tal y como yo lo imaginaba. Uno de mis sueños adolescentes hecho realidad. Aunque era precioso, no era ni la mitad de bonito que el de Mamá.