23.4.13

Te llamo mío.

Conozco cada trozo de tu relato. Conozco incluso lo que no quieres que conozca. Puedo seguir a ciegas el mapa de tu piel. Y todavía los olores de la reserva de tu bodega me erizan el vello.
Sé mejor que nadie hasta dónde llegan las blancas líneas de tu pensamiento -esas, que las malas lenguas gustan de llamar canas-, los surcos de azúcar que endulzan mis días. Y sé lo que se esconde tras tu elegante sonrisa, que no es más que una curva traidora: te promete que va a bajar pero sube, sube y te deja a milímetros de la paz interior. Que me promete lo que va a suceder después.
Conozco las palabras que restan, en tu silencio; las palabras que dejas escapar, en tu sueño; las palabras que quieres decir, desde tu voz; las palabras que tratas de disimular, edulcoradas; las palabras que finalmente dices, esas, que se graban en nuestros días. Te conozco tanto que podría inventarte de la nada. Te conozco tanto que te llevo escrito en el iris.
Puedo adivinar tus horas al cerrar los ojos. Recorro las huellas que quedan tras tus manos como un caracol con prisas. Recorro cada año como recorro los libros viejos, sin angustia, sin necesidad de llegar al final -el largo viaje a Ítaca, inconcluso, por supuesto-, con esa emoción del sabor que ya has probado, pero que piensas que necesitas volver a probar porque se te antoja como nuevo. Así me encuentro reinventando, haciendo y deshaciendo, entre marañas de recuerdos, para que no se me escape nada, porque cada cosa tuvo su precio.
Y llega otro número que se tiñe de magia y avergüenza al resto de tornarse especiales, por tomar significado propio. Otro número que está destinado a perecer ante la magia del siguiente en un ciclo que no termina. Porque te llevo escrito en el iris, te llevo grabado bajo la lengua y te llevo permanente bajo los párpados.

7.4.13

Hasta este instante.

He realizado una nefasta interpretación de mis días.
Que quede claro que cualquier cosa puede continuar su curso -natural- normal.
Que por fin el puzzle está resuelto.
Que el verano llega sin que nadie se lo pida.
Que se llenan de luz las esquinas de mi reflexión.
Que los años se han vuelto acertijos.
Que es más importante saber tropezar que saber correr.
Que ni siquiera resta la mitad de nuestro viaje hacia Ítaca.