28.6.14

Primera escena.

Una ciudad pequeña, la intersección de dos calles amplias. Tres edificios viejos, un parque que duerme. Esquina número uno: aquí se encuentra nuestro sujeto. De pie, sobre un solo pie, se recuesta contra el muro de una dolorida tienda de muebles. El escaparate queda más al norte.
Son las 21:00. Una farola situada un par de metros por encima de él lo ilumina. Escucha música. Masca chicle. Se dibuja su sombra en el suelo. ¿Sabes cómo se dibuja? Con una facilidad estremecedora. Es sencillo hasta resultar insultante. Ni siquiera se lo propone, sólo aparece ahí. Sin querer, sin conciencia alguna, sin intención. Sólo alcanza la esquina, deja su espalda contra la pared y, sin que nadie se dé cuenta, se dibuja su sombra en el suelo. Sin alevosía.
Entiende por favor lo que quiero decir con esto. Pasan miles de cosas en una noche así: unas me importan, otras no. El hecho de que un cuerpo proyecte una sombra no me importa. No me importa, pero si comienzo a pensar en ello me hace perder los estribos. Miles de cosas, y es absolutamente necesario retener este detalle. Miles de cosas, millones de cosas sin intención de ser.
Que me entiendas. Una noche de esas que más tarde resultan decisivas. Y nunca damos cuentas de las cosas pequeñas. Una sombra, una brisa de aire que cambia de lado un mechón de pelo, un olor de verano al caminar junto a las palmeras, una respiración desacompasada. Un suspiro fuera de lugar. Todo esto no deja de ser parte de la noche. Ya no se hace justicia a los pequeños detallas. ¿Habría sido lo mismo sin esa sombra viva en el suelo, sin ese aire traidor, sin esos 25 grados, sin ese olor a menta? Desde luego que no. No quiero que pienses que es éste un recuerdo vacío. No quiero que pienses que nada fue en vano.
Y en medio del caos de detalles, nuestro sujeto. Mi sujeto. Que, de vez en cuando, apoya su cabeza contra el ladrillo anaranjado. Que, de vez en cuando, suspira. Lo podía ver dos manzanas antes de llegar a aquella esquina. Lo podía ver, a pesar de la miopía. Y eran unas ganas de correr escondidas las que dirigían estos pasos tan poco pertinentes. La prisa tímida que corresponde a todo amante primerizo.
Era junio. La ciudad se adormecía. Olía a menta.

12.6.14

Quién necesitaría títulos si nadie lo esperara despierto.

Siempre he imaginado que la muerte debe de ser un momento muy íntimo con una misma. Tiene que parecerse a llegar a la orilla de la playa una mañana de octubre y meter los pies en el agua. Y quedarse mirando una alternativamente los pies y las olas que vienen y van. Pensar en qué está pasando. Pensar que se está sola, y que se está bien. Recordar los últimos recuerdos que se pueden tener antes de morir: angustia, felicidad, dolor, alegría, tristeza. Pensar que se ha acabado y sólo queda la calma. Pensar mientras una se mira los pies.
Pensar mientras una brisa otoñal te despeina. Y es curioso que no te moleste el pelo en la cara. También es curioso pensar cuando una está muerta. Pero eso no es lo que nos ocupa aquí. Que todos tenemos miedo, y todos los miedos se resumen en el miedo a morir. Así pues, pensar que una está muerta, y que ya no hay miedo. Que tienes una playa entera para ti y toda una eternidad para disfrutarla, que esto no te atormente porque ya estás muerta. Entended que lo que quiero decir es que se ha llegado a una meta.
Debe de ser una cosa muy sencilla, muy tranquila. El cese. Una playa en la que no se oye a las gaviotas pasear. Yo me imagino con una falda gris hasta los tobillos, una camisa blanca de media manga y el pelo largo, ondulado. No puede faltar un coletero en mi muñeca, porque a veces me gusta hacerme una trenza. Y porque estaría muerta, y en mi playa las cosas son como a mí me gustan, tiene que ser así. Debería ser así.
Pensar mientras se pasea por la orilla, pensar mientras se hunden los pies en la arena. Y pensar siempre mirando una sus pies, sin zapatos, desamparaditos como una misma. Y que no haya nada más, porque no haría falta nada más.
¿No sería bonito, así, estar muerta?

6.6.14

Sueños y planes.

Se miraban. Se clavaban la mirada hasta hacerse sangrar en ideas. Él estaba sentado a los pies de la cama, en el lado derecho, tan tenso como relajado, tan calmado como desesperado. Banda sonora: el roce de sus ásperas manos al tocar su barba de tres días. Necesitaría una buena ducha, pero eso no era lo más urgente entonces. Ella estaba de pie, esquina izquierda del dormitorio, junto a la ventana, jugando con la cortina. La corrió. Con un movimiento de espalda tan grácil como estúpido, se separó de la pared. Tres pasos, y estaba en el centro de la habitación. Tenía un poco de frío. Alguno de los dos tenía que acabar con ese silencio que se les antojaba eterno. Así que él habló. Y como cada vez que se dirigía a ella, no se trataba de ninguna súplica en vano:
- Quítate la ropa.
Y como cada vez que se dirigía a ella, ella le obedeció. Despacio, pero sin intención de detenerse, llevó sus manos hasta la altura de su pecho. Tres maniobras con las manos, tres botones desabrochados. Su vestido cayó al suelo con la misma facilidad con que se había abierto. Las manos a la espalda, el sujetador al suelo. Las manos a la cintura, las bragas al suelo. Uno y dos: el pie izquierdo fuera y al suelo, el pie derecho fuera y al suelo. Y porque sabía que para él no estaría desnuda mientras su pelo siguiera recogido, lo soltó. Eso tenía que ser quitarse la ropa. La cinta que antes sostenía cabello fue, pues, al suelo. ¿Qué era lo único que ya no estaba en el suelo? Ella, que huyó a la cama.
Subió por el lado izquierdo, contemplando su espalda. Tantas promesas que habrían debajo de aquella camiseta gris. Él dejó de mirarla cuando ella comenzó a andar. Tres pasos, y estaba en la cama. Él dejó de mirarla porque, estando dispuesto a dárselo todo, no podía en ese momento darle la vista. Era una cuestión de equilibrio: tenía que retener tres segundos de sí mismo antes de olvidarse. Tenía que cerrar los ojos durante tres segundos para poder ver el resto de su vida.
Sólo entonces, se giró. 

4.6.14

¿Qué es lo que falta?

Los días pasan, transcurren iguales. La música suena toda igual. Las canciones nuevas suenan como las canciones viejas. Cada vez que me siento a escribir, todo sigue sonando igual.
Entonces me pregunto: ¿qué es lo que falta?
Tenemos sol y lluvia a partes desgraciadamente iguales. Tenemos lo bueno y lo malo, tenemos alegría, tenemos indiferencia, tenemos tristeza, tenemos odio, tenemos adrenalina. Y con todo (y de verdad quiero decir con todo), a la comida le sigue faltando sabor. Y no sé qué es lo que falta.
Me gusta hablar en términos de progresión, pero, ¿hasta dónde? A veces miro el final de una calle, y pienso que allí se me acaba el mundo. Después llego y me sorprendo de que no se acaba. Hasta dónde, hasta cuándo. La música que resuena en mi cabeza sigue resonando toda igual.
Que todo sigue absurdamente igual. El mismo mareo por hacer el mismo puzzle que necesita de la misma última pieza. Que de corazón espero que sea la última pieza.
Y no sé qué es lo que falta.