30.10.14

Diario interestelar I

Recuerdo que caminaba descalza voluntariamente. Antes de bajarme del tranvía, ya no llevaba zapatos. Recuerdo que, como casi todo lo que hago, me entró la prisa en el último momento. Muy cerca estuve de continuar hasta la estación de trenes. Pero salté al camino empedrado de la ciudad en que viví, la ciudad que en sueños reinventé.
Y primero caminaba despacio, y el camino se me antojaba más largo de lo que era unos meses atrás. Y me descubrí al lado del río, y comencé a pensar que tal vez te habías marchado, que tal vez escapé a toda prisa del tranvía, dejando solo a mi padre en un país enemigo, arriesgándome a perder nuestro tren, para no volverte a ver. Porque me plantaría en tu puerta y tal vez tú te habrías marchado.
Llegué hasta ese trozo de madera blanca, con el tiempo pegado, evitando la ciudad, envuelta en personas que no sabían nada de mí. Y tu nombre apareció en un buzón tan rápido como pude ver una luz azul saliendo de tu ventana. Te llamé y esperé a que salieras a la calle, a que me levantases en brazos y me llevases al río.
Y allí apareciste. Y no te habías marchado, pero ése ya no eras tú.

24.8.14

Sello distintivo de precariedad contenida.

El pan que te llevas a la boca es la amargura que a diario rompe sonrisas. No es mi intención ser breve, pero sí ser concisa.
Segunda escena: intención de ser.
Estas escenas no se ordenan necesariamente por orden cronológico, pero tal vez sí por su importancia. E importante es a su vez dejar una cosa clara: que sigo pensando, que sigo deambulando y que esto no ha terminado. Esto sólo acaba de comenzar.
Esencialmente necesario.

28.6.14

Primera escena.

Una ciudad pequeña, la intersección de dos calles amplias. Tres edificios viejos, un parque que duerme. Esquina número uno: aquí se encuentra nuestro sujeto. De pie, sobre un solo pie, se recuesta contra el muro de una dolorida tienda de muebles. El escaparate queda más al norte.
Son las 21:00. Una farola situada un par de metros por encima de él lo ilumina. Escucha música. Masca chicle. Se dibuja su sombra en el suelo. ¿Sabes cómo se dibuja? Con una facilidad estremecedora. Es sencillo hasta resultar insultante. Ni siquiera se lo propone, sólo aparece ahí. Sin querer, sin conciencia alguna, sin intención. Sólo alcanza la esquina, deja su espalda contra la pared y, sin que nadie se dé cuenta, se dibuja su sombra en el suelo. Sin alevosía.
Entiende por favor lo que quiero decir con esto. Pasan miles de cosas en una noche así: unas me importan, otras no. El hecho de que un cuerpo proyecte una sombra no me importa. No me importa, pero si comienzo a pensar en ello me hace perder los estribos. Miles de cosas, y es absolutamente necesario retener este detalle. Miles de cosas, millones de cosas sin intención de ser.
Que me entiendas. Una noche de esas que más tarde resultan decisivas. Y nunca damos cuentas de las cosas pequeñas. Una sombra, una brisa de aire que cambia de lado un mechón de pelo, un olor de verano al caminar junto a las palmeras, una respiración desacompasada. Un suspiro fuera de lugar. Todo esto no deja de ser parte de la noche. Ya no se hace justicia a los pequeños detallas. ¿Habría sido lo mismo sin esa sombra viva en el suelo, sin ese aire traidor, sin esos 25 grados, sin ese olor a menta? Desde luego que no. No quiero que pienses que es éste un recuerdo vacío. No quiero que pienses que nada fue en vano.
Y en medio del caos de detalles, nuestro sujeto. Mi sujeto. Que, de vez en cuando, apoya su cabeza contra el ladrillo anaranjado. Que, de vez en cuando, suspira. Lo podía ver dos manzanas antes de llegar a aquella esquina. Lo podía ver, a pesar de la miopía. Y eran unas ganas de correr escondidas las que dirigían estos pasos tan poco pertinentes. La prisa tímida que corresponde a todo amante primerizo.
Era junio. La ciudad se adormecía. Olía a menta.

12.6.14

Quién necesitaría títulos si nadie lo esperara despierto.

Siempre he imaginado que la muerte debe de ser un momento muy íntimo con una misma. Tiene que parecerse a llegar a la orilla de la playa una mañana de octubre y meter los pies en el agua. Y quedarse mirando una alternativamente los pies y las olas que vienen y van. Pensar en qué está pasando. Pensar que se está sola, y que se está bien. Recordar los últimos recuerdos que se pueden tener antes de morir: angustia, felicidad, dolor, alegría, tristeza. Pensar que se ha acabado y sólo queda la calma. Pensar mientras una se mira los pies.
Pensar mientras una brisa otoñal te despeina. Y es curioso que no te moleste el pelo en la cara. También es curioso pensar cuando una está muerta. Pero eso no es lo que nos ocupa aquí. Que todos tenemos miedo, y todos los miedos se resumen en el miedo a morir. Así pues, pensar que una está muerta, y que ya no hay miedo. Que tienes una playa entera para ti y toda una eternidad para disfrutarla, que esto no te atormente porque ya estás muerta. Entended que lo que quiero decir es que se ha llegado a una meta.
Debe de ser una cosa muy sencilla, muy tranquila. El cese. Una playa en la que no se oye a las gaviotas pasear. Yo me imagino con una falda gris hasta los tobillos, una camisa blanca de media manga y el pelo largo, ondulado. No puede faltar un coletero en mi muñeca, porque a veces me gusta hacerme una trenza. Y porque estaría muerta, y en mi playa las cosas son como a mí me gustan, tiene que ser así. Debería ser así.
Pensar mientras se pasea por la orilla, pensar mientras se hunden los pies en la arena. Y pensar siempre mirando una sus pies, sin zapatos, desamparaditos como una misma. Y que no haya nada más, porque no haría falta nada más.
¿No sería bonito, así, estar muerta?

6.6.14

Sueños y planes.

Se miraban. Se clavaban la mirada hasta hacerse sangrar en ideas. Él estaba sentado a los pies de la cama, en el lado derecho, tan tenso como relajado, tan calmado como desesperado. Banda sonora: el roce de sus ásperas manos al tocar su barba de tres días. Necesitaría una buena ducha, pero eso no era lo más urgente entonces. Ella estaba de pie, esquina izquierda del dormitorio, junto a la ventana, jugando con la cortina. La corrió. Con un movimiento de espalda tan grácil como estúpido, se separó de la pared. Tres pasos, y estaba en el centro de la habitación. Tenía un poco de frío. Alguno de los dos tenía que acabar con ese silencio que se les antojaba eterno. Así que él habló. Y como cada vez que se dirigía a ella, no se trataba de ninguna súplica en vano:
- Quítate la ropa.
Y como cada vez que se dirigía a ella, ella le obedeció. Despacio, pero sin intención de detenerse, llevó sus manos hasta la altura de su pecho. Tres maniobras con las manos, tres botones desabrochados. Su vestido cayó al suelo con la misma facilidad con que se había abierto. Las manos a la espalda, el sujetador al suelo. Las manos a la cintura, las bragas al suelo. Uno y dos: el pie izquierdo fuera y al suelo, el pie derecho fuera y al suelo. Y porque sabía que para él no estaría desnuda mientras su pelo siguiera recogido, lo soltó. Eso tenía que ser quitarse la ropa. La cinta que antes sostenía cabello fue, pues, al suelo. ¿Qué era lo único que ya no estaba en el suelo? Ella, que huyó a la cama.
Subió por el lado izquierdo, contemplando su espalda. Tantas promesas que habrían debajo de aquella camiseta gris. Él dejó de mirarla cuando ella comenzó a andar. Tres pasos, y estaba en la cama. Él dejó de mirarla porque, estando dispuesto a dárselo todo, no podía en ese momento darle la vista. Era una cuestión de equilibrio: tenía que retener tres segundos de sí mismo antes de olvidarse. Tenía que cerrar los ojos durante tres segundos para poder ver el resto de su vida.
Sólo entonces, se giró. 

4.6.14

¿Qué es lo que falta?

Los días pasan, transcurren iguales. La música suena toda igual. Las canciones nuevas suenan como las canciones viejas. Cada vez que me siento a escribir, todo sigue sonando igual.
Entonces me pregunto: ¿qué es lo que falta?
Tenemos sol y lluvia a partes desgraciadamente iguales. Tenemos lo bueno y lo malo, tenemos alegría, tenemos indiferencia, tenemos tristeza, tenemos odio, tenemos adrenalina. Y con todo (y de verdad quiero decir con todo), a la comida le sigue faltando sabor. Y no sé qué es lo que falta.
Me gusta hablar en términos de progresión, pero, ¿hasta dónde? A veces miro el final de una calle, y pienso que allí se me acaba el mundo. Después llego y me sorprendo de que no se acaba. Hasta dónde, hasta cuándo. La música que resuena en mi cabeza sigue resonando toda igual.
Que todo sigue absurdamente igual. El mismo mareo por hacer el mismo puzzle que necesita de la misma última pieza. Que de corazón espero que sea la última pieza.
Y no sé qué es lo que falta.

31.5.14

All in.

Y veo que se mueven las olas del mar como se suceden las páginas de un libro olvidado a la intemperie. Me pregunto, ¿cuánto más? ¿Cómo de grande debe ser una sensación antes de dar paso al vacío?
No hay más que nubes, mire donde mire. Nubes, nada más. Un amplio abanico de grises que acaba en blanco. ¿No caben más colores en un cielo así? ¿Es acaso esto el vacío, tan pronto? Y el reloj da vueltas, y da vueltas con mi cuerpo. Gira, se recompone y después traspone. Los brazos, al gris claro; las piernas, al gris oscuro; la cabeza, en el blanco. ¿La cabeza, en el blanco? El bajo vientre, en el blanco. La cabeza, en las nubes.
Ésta es mi última partida. 

27.4.14

Te dije que no me esperaras despierta.

Esto es lo que pasa cuando se mezclan el alcohol y la sintaxis. En realidad yo nunca he tenido valor suficiente. No sabes cuánto tengo que borrar -mirar hacia atrás- para parecerme a una persona decente.
Y ahora hablamos de chivos expiatorios. Soy un perfecto ejemplo de cómo echarle la culpa a los demás. Sentada, a punto de caer -no de tirarme- del puente, porque me han desordenado la sintaxis. Yo soy la única que tiene la culpa de todo. Quiero que se note que es un "yo" bien grande. Es un "yo" de los de mea culpa, de los que no admiten otra respuesta. Porque si he tenido el coraje suficiente para buscar motivos en el resto del mundo, lo tengo que tener ahora para saber que soy la única culpable.
Todo para mí. ¿Que no es bonito? Qué más me da ahora. Llevo unos años largos con la vergüenza colgando del pecho. Es triste que me dé cuenta en el momento en el que no es demasiado tarde.
Este "yo" enorme que es el chivo expiatorio al que le han revuelto el estómago. Este "yo" no se merece dormir. Tiene listas de cosas pendientes que no va a resolver esta noche. Y no le dejan dormir. Que no se merece dormir. Esto es lo que me pasa cuando se me mezclan la sintaxis y el alcohol.
Es una mierda de la que estar orgulloso. Ahora sabes lo que puedes hacer. Ahora sabes que eres capaz de hacerlo. Y tal vez antes también lo fueras, pero nunca lo quisiste ver así. Era más cómodo echarle la culpa a los demás. Como se te daba bien, eso era lo que hacías. Pero esto es lo tuyo, y es sólo tuyo.
¿Tú? No. Y de nuevo aparece el chivo expiatorio.
Palabra de mentirosa: que nunca ha sido como he dicho que fuese. Que por fuerza ha sido una ilusión. Y que de ilusión no se puede vivir, porque una se queda en los huesos. Ahora me tiro del puente. 

8.4.14

Ich bin gefallen.

Sigo volviendo a tu cama cada vez que las cosas se me quedan feas. Es esa fina manta que me echo por los hombros en la orilla de una playa. Es suave, y me gusta -sólo- cuando roza mi piel. Sólo me gusta si roza mi piel.
Sigo siendo un ovillo de recuerdos.

15.2.14

Rabia contenida.

Tal vez es porque ando algo borracha,
o porque no te quiero más,
nadie podría decir cuál es este veneno.

Suspirar me está dando la vida
cuando me la va a quitar
- que esto se me ha ido de las manos, no es ninguna sorpresa.

Quizá fue tu culpa, quizá fue la tuya [dirán],
sólo sé que lo que empuña este bolígrafo no es mi remordimiento
- sólo sé que me quiero como no me ha querido nadie.

Me he cansado de errores, me he cansado de todo
- sólo sé que estoy aquí y que no veo a nadie más

¿Hablamos de besos culpables? Entonces mejor callar,
nadie será buen juez, ni nadie lo podrá evitar
- sólo sé que me quiero y que creo que no necesito más.

Diles que se vayan, y que lo hagan por la puerta de atrás,
que yo ya no puedo con tantas ganas de respirar.
Pero avisa, que marchen despacio, porque tal vez los trate de alcanzar
- diles que yo sólo me quiero porque no me quiere nadie más.
Y si es tiempo de cambio, seré yo quien espere a los demás
porque acabo de entender que tal vez no te escriba jamás.

Y el que me dice qué está bien
-¿quién me puede decir qué está mal?-
no puede saber qué es lo que quiero esperar
- no puede saber nada más
- que yo sólo puedo ante un espejo gritar.

Qué vendrá más tarde que llamaré mi bienestar,
qué es lo que me importa ahora que sólo trato de olvidar
- que he aprendido que lo importante no es echar a volar
- que sólo pido vivir sin despertar
- amar sin añorar
- ser una y ser en paz.

Que me dejen andar sin mirar atrás,
que eso es lo que quiero: caminar.

6.2.14

Unos amaneceres son más largos que otros.

Hacía girar el anillo con sus dedos. Hacía bailar el anillo, despacio y a su antojo, en su consciencia. Hacía girar el anillo, despacio y a su antojo, ante la atenta mirada del renombre en persona. El anillo bailaba sobre las rodillas del tormento. El anillo se tambaleaba según el peso del decoro caía sobre él. En fin, allí estaba, con cara de pan, jugueteando con el anillo en su mano derecha y acorralando metáforas en la capa más superficial de su mente.
- Ya no pienso.
- En realidad ya nadie piensa.
Al frente, talle rígido, expresión forzada, la sombra de su consciencia clavaba la vista en el anillo. Ese desgraciado pedazo de metal que dejaba más huellas por dentro que por fuera. Se podría decir que todo lo sucedido pasaba por él. Tres hectáreas de tierras fértiles y risas vacías eran dominados por apenas siete gramos de plata envejecida.
- Ya no pienso en él.
Se giró. Trató de recomponerse. No había oído nada.
- ¿Qué hacemos con el vestido? El amarillo se ha desteñido. Podemos conservarlo así y guardarlo en el armario del dormitorio de invitados. Que duerma con las polillas. O podemos tintarlo de nuevo. Si lo va a volver a usar, habría que volver a coser las partes de encaje, ¿sabe?, asegurarlas, después de tantos años andan un poco flojas. Los hombros son demasiado gruesos, ahora las chicas jóvenes los llevan más finos. Podemos recortarlos o poner unos más modernos, sí, de eso creo que me encargaré yo. Ah, y habría que buscarle un volante nuevo, al viejo le cuelgan algunos hilos...
Pero el anillo seguía bailando en su mente. El vestido estaba tan muerto como su amarillo tras dos décadas de uso. Dos décadas de almuerzos, de bailes bajo el sol, de sonrisas, de primaveras, de copas que accidentalmente caen al suelo, de miradas furtivas, abrazos desesperados, muecas de reproche y lágrimas de perdón. Y, victoriosamente, había logrado acabar en sus dedos. El viento del norte podía sacudir los cimientos de la casa, pero jamás alcanzó las raíces del anillo.
- No pienso en...
La puerta principal cerrándose acalló todo discurso posible. Unos ojos color miel, a los que ya no restaba nada de dulce, se clavaron en su nuca.
- ...nada. Hola.