6.2.14

Unos amaneceres son más largos que otros.

Hacía girar el anillo con sus dedos. Hacía bailar el anillo, despacio y a su antojo, en su consciencia. Hacía girar el anillo, despacio y a su antojo, ante la atenta mirada del renombre en persona. El anillo bailaba sobre las rodillas del tormento. El anillo se tambaleaba según el peso del decoro caía sobre él. En fin, allí estaba, con cara de pan, jugueteando con el anillo en su mano derecha y acorralando metáforas en la capa más superficial de su mente.
- Ya no pienso.
- En realidad ya nadie piensa.
Al frente, talle rígido, expresión forzada, la sombra de su consciencia clavaba la vista en el anillo. Ese desgraciado pedazo de metal que dejaba más huellas por dentro que por fuera. Se podría decir que todo lo sucedido pasaba por él. Tres hectáreas de tierras fértiles y risas vacías eran dominados por apenas siete gramos de plata envejecida.
- Ya no pienso en él.
Se giró. Trató de recomponerse. No había oído nada.
- ¿Qué hacemos con el vestido? El amarillo se ha desteñido. Podemos conservarlo así y guardarlo en el armario del dormitorio de invitados. Que duerma con las polillas. O podemos tintarlo de nuevo. Si lo va a volver a usar, habría que volver a coser las partes de encaje, ¿sabe?, asegurarlas, después de tantos años andan un poco flojas. Los hombros son demasiado gruesos, ahora las chicas jóvenes los llevan más finos. Podemos recortarlos o poner unos más modernos, sí, de eso creo que me encargaré yo. Ah, y habría que buscarle un volante nuevo, al viejo le cuelgan algunos hilos...
Pero el anillo seguía bailando en su mente. El vestido estaba tan muerto como su amarillo tras dos décadas de uso. Dos décadas de almuerzos, de bailes bajo el sol, de sonrisas, de primaveras, de copas que accidentalmente caen al suelo, de miradas furtivas, abrazos desesperados, muecas de reproche y lágrimas de perdón. Y, victoriosamente, había logrado acabar en sus dedos. El viento del norte podía sacudir los cimientos de la casa, pero jamás alcanzó las raíces del anillo.
- No pienso en...
La puerta principal cerrándose acalló todo discurso posible. Unos ojos color miel, a los que ya no restaba nada de dulce, se clavaron en su nuca.
- ...nada. Hola.

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