25.9.15

Molicie.

Hubo un domingo en el que lancé una moneda al aire. No sabía muy bien qué hacía, por qué lo hacía. Sin embargo, esa moneda sí sabía, mejor que nadie, todo lo que sería de mí más tarde. Era una moneda muy pequeña.
¿Suelo echar monedas al aire en momentos de duda? No. Desde luego que no.
¿Lo he vuelto a hacer después de ese domingo? Dios, no. Dos horas más tarde vi el resultado. Me dio tanto miedo que juré no volver a lanzar monedas jamás.
Ha transcurrido cosa de un año. La moneda, como cayó sobre la blanca repisa de madera, descansa en un recóndito recoveco de mi cartera. ¿La he vuelto a ver después de ese domingo? Dios, no. Me dio tanto miedo que juré no volver a ver esa moneda jamás.
Todavía recuerdo el olor que impregnaba la habitación de aquella blanca repisa de madera.
Unos meses después, cuando la vida se desmoronaba como la lava cae del volcán, pensé que lo único que podría hacer las veces de columna sería encender una vela. Y, mientras prendía la llama, sólo pensaba en la moneda, en la moneda escondida en uno de los pliegues de mi oscura cartera.
¿Qué hizo esa llama? Hizo que el techo se convirtiera en un globo aerostático.
Desde ese momento, comenzó el terror. Desde ese momento, me aterraba la idea de volver a prender la llama. Tanto, tanto miedo. La llama era alguien más durmiendo en un minúsculo cuarto de ventana cerrada. Se ocultaba dentro del armario, yacía sobre una estantería, rodaba bajo la cama, se acurrucaba en una esquina del escritorio.
Creo que la moneda le hablaba de mí a la llama cuando yo no estaba.
¿Por qué lancé una moneda y por qué encendí una vela?

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