16.5.15

Y, para colmo, era jueves.

Era el día más caluroso del año. Las tierras se regaban solas con el sudor de los esclavos. Una señora mayor gustaba de pasear entre los jóvenes, esos que sudaban, maldecían, se deshacían. Es una costumbre tan vieja como yo, murmuraba para sí, y sólo me la quitarán cuando me despellejen y me retiren las tripas. Hacía tanto calor que juraba que podía notar cómo se le evaporaba el alma. Era el día más caluroso del año y ella tenía que esconder su pelo bajo un pañuelo.
Los azadones bailaban torpes en las manos de hábiles mulatos. Ella se tostaba, pero sólo por dentro. Era una señora demasiado mayor perdiendo su alma por segundos. Pero era su costumbre, torturarse bajo el sol mientras se preguntaba unas cosas y se desrespondía otras. Los azadones bailaban torpes y ella sentía su ritmo y lo acompañaba con los pies y los esclavos no se daban cuenta, porque sudaban, maldecían, se deshacían. Y ella paseaba intentando no echar a perder los zapatos en la tierra, que estaba sucia, muy sucia. Se preguntaba qué habría hecho con los manteles de lino. También se preguntaba qué habría hecho cuando aún estaba vivo y se desrespondía que, si los muertos hablasen, ella no se preguntaría unas cosas ni perdería la cabeza por otras. Hacía tanto calor.
Hacía tanto calor y los jóvenes mulatos agarraban los azadones firmes, seguros, violentos. Había oído que así hacían otras cosas, de la misma manera, pero ella ya tenía unas cosas en la cabeza, demasiadas cosas en la cabeza, como para preguntarse por las otras cosas, aunque se hiciesen de la misma manera. Se le derretía el sentido y con los pies guardaba el mismo ritmo que sus negros con sus azadones y no lo sabía, no lo sabía nadie.
Y su marido muerto no pasaba calor porque estaba muerto. No se le descomponía el cerebro preguntándose unas cosas y torturándose con otras. Era el día más caluroso del año y nadie lo echaba de menos. Porque si ella no lo echaba de menos, nadie lo echaba de menos. Tantas veces tantas palabras volaban las mismas en su cabeza que se la sentía estallar. Juraba que estallaría. Y ese calor horrible que la iba evaporando no se quería ir. Ese calor cruento. Ese calor horrible estaba cogiendo la costumbre tan vieja como fea de no dejarla pensar y si ella no pensaba, tal vez se moriría, como su marido, que no pasaba calor y que no pensaba porque estaba muerto. Y si ella no pensaba, y si ella se moría, ella no se preguntaría jamás nada, y no se desrespondería unas cosas ni se estrujaría los sesos con otras. No se volvería loca y no podría seguir el ritmo de los negros con sus terribles azadones con los pies y no podría bailar al son de una vida que le había llegado por casualidad, que se le escapaba por necesidad y que vivía por no morirse, porque los muertos no pasan calor, no se preguntan cosas, no se vuelven locos.
Era el día más caluroso del año y de la tierra sólo subía calor y ese calor era sanguinario, porque circulaba en su sangre, porque se le metía dentro de los zapatos, que estaban hechos una pena porque la tierra estaba sucia, muy sucia, y dentro de los pies, que se movían sin remedio, sin prisa, sin pausa. Y los manteles blancos de lino deberían estar colgando de una cuerda, desde un árbol hasta otro árbol, desde unas cosas hasta otras cosas, arrastrando, barriendo una pequeña parte de sus tierras sucias. Se preguntaba por los manteles y se preguntaba por la vida, porque no la entendía.

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