12.6.14

Quién necesitaría títulos si nadie lo esperara despierto.

Siempre he imaginado que la muerte debe de ser un momento muy íntimo con una misma. Tiene que parecerse a llegar a la orilla de la playa una mañana de octubre y meter los pies en el agua. Y quedarse mirando una alternativamente los pies y las olas que vienen y van. Pensar en qué está pasando. Pensar que se está sola, y que se está bien. Recordar los últimos recuerdos que se pueden tener antes de morir: angustia, felicidad, dolor, alegría, tristeza. Pensar que se ha acabado y sólo queda la calma. Pensar mientras una se mira los pies.
Pensar mientras una brisa otoñal te despeina. Y es curioso que no te moleste el pelo en la cara. También es curioso pensar cuando una está muerta. Pero eso no es lo que nos ocupa aquí. Que todos tenemos miedo, y todos los miedos se resumen en el miedo a morir. Así pues, pensar que una está muerta, y que ya no hay miedo. Que tienes una playa entera para ti y toda una eternidad para disfrutarla, que esto no te atormente porque ya estás muerta. Entended que lo que quiero decir es que se ha llegado a una meta.
Debe de ser una cosa muy sencilla, muy tranquila. El cese. Una playa en la que no se oye a las gaviotas pasear. Yo me imagino con una falda gris hasta los tobillos, una camisa blanca de media manga y el pelo largo, ondulado. No puede faltar un coletero en mi muñeca, porque a veces me gusta hacerme una trenza. Y porque estaría muerta, y en mi playa las cosas son como a mí me gustan, tiene que ser así. Debería ser así.
Pensar mientras se pasea por la orilla, pensar mientras se hunden los pies en la arena. Y pensar siempre mirando una sus pies, sin zapatos, desamparaditos como una misma. Y que no haya nada más, porque no haría falta nada más.
¿No sería bonito, así, estar muerta?

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